jueves, 28 de junio de 2007

Sobre Muddy Waters y la mitología en torno al Blues.

"Can't Get Satisfied. The Life and Times of Muddy Waters", de Robert Gordon.
(Traducción casera de la introducción).



Muddy Waters estaba descalzo cuando le llegó el rumor de que un hombre blanco lo buscaba. Era un domingo, el último día de agosto de 1941. El algodón había florecido y en el plazo de un mes estaría listo para la cosecha. Muddy, al igual que el resto de negros que cultivaban parcelas como arrendatarios en el estado de Mississippi, se encontraba disfrutando de su temporada de descanso. En breve estaría trabajando en sus algodonales de sol a sol.
La noticia llegó a Muddy antes de que lo hiciera el hombre blanco.
—¡Vaya! Se acabó —recordó haber pensado Muddy—. Se han enterado de que vendo whisky.
Se dirigió hacia terreno neutral, la tienda de la plantación, lejos de su casa donde tenía escondido el licor. Allí fue donde lo encontró el hombre blanco.
—Fui allá, le dije: “¿Síseñó?” Él dijo: “Oye, oye, olvídate del síseñó. Díme solo sí o no”. Él dijo: “Te he estado buscando”. Yo dije: “¿Para qué?” “Quiero que me toques algo. ¿Dónde está tu guitarra?” Le dije. “La tengo en casa”. “Ve a buscarla. Quiero que la toques para mí”.
Aquel hombre blanco se llamaba Alan Lomax. Tenía veintiséis años. Muddy tenía veintiocho.
—No tenía ni idea de qué iba la cosa cuando aquel tipo llegó —dijo Muddy —. No sabía si se trataba de un policía listillo que iba detrás de mí o qué coño era aquello. No me gustaba que aquel hombre blanco me subiera en su coche y me llevara hasta mi casa. Me dije: “Ya está. El fisco quiere pillarme”. Resultaba difícil adivinar nada de ese personaje. Su acento era extraño, de Tejas pero diluido en el de Washington, y su comportamiento también lo era. Pidió a Muddy un poco de agua y dejó a éste atónito al beber de la misma taza.
—En la misma taza de la que bebo, él bebe también. Me dije: “¡Ningún blanco hace esto!” No, no, aquello era demasiado, aquel tipo iba demasiado lejos. Pero mi mente continuaba pensando: “Verás, hará cualquier cosa para ver de enchironarte”.
Acompañando a Lomax pero manteniéndose a una distancia de menos de un metro, deambulaba la persona que había iniciado aquella histórica expedición, John Work III, un hombre negro. Work permaneció callado la mayor parte del tiempo. En el profundo sur no habría sido tomado más que por su lacayo, y Lomax hizo poco para contrarrestar esa percepción. La presencia de Work aumentó las sospechas de Muddy, así como la ausencia del Capitán Holt, el supervisor de la Plantación Stovall. Muddy era muy apreciado en Stovall, tanto por los arrendatarios como por la familia Stovall. Cuando en ocasiones anteriores empleados de Hacienda se habían presentado por allí, el Coronel Stovall en persona había ido a avisar a Muddy. Si se lo llevaban los granjeros perderían no solo a uno de sus destiladores de licor sino también a su músico más popular. Sin embargo, la ausencia de Holt significaba que la visita del fisco había sido autorizada, y Muddy comprendió que la plantación lo sacrificaba al gobierno, no era más que un peón entre dos reyes.
Aquel hombre blanco resultó ser un empleado de Hacienda peculiar. En lugar de mostrarle su acreditación, Lomax se dirigió hacia su coche, sacó una guitarra Martin y comenzó a tocar algo de blues. Muddy pudo ver entonces lo que antes solo había vislumbrado: todo el asiento trasero y casi todo el maletero estaban ocupados por una grabadora, una cortadora de discos y un generador que transformaba la corriente continua del automóvil en corriente alterna. El aparato de grabación disponía también de un brazo reproductor que permitía a Lomax compartir lo que había grabado antes de llevárselo.
—Trajo su máquina —dijo Muddy— sacó su guitarra vieja y se puso a tocar, y dijo: “...He oído que Robert Johnson ha fallecido y que tú eres tan bueno como él y quiero que hagas algo para mí. ¿Me dejas que grabe algunas canciones tuyas, y después las hago sonar de nuevo para que tú las escuches? Quiero llevarlas a la Biblioteca del Congreso”. No sabía a qué se refería con eso de la Biblioteca del Congreso.
Pero no hacía falta añadir más: el interés del desconocido era la música y no los alambiques. Los rumores sobre el vuelco en los acontecimientos llegaron con rapidez a Son Sims, la pareja musical de Muddy, quien en vez de mantenerse alejado de allí corría ahora hacia la casa de Muddy, guitarra en mano.
—Sacamos sus cosas del maletero del coche —dijo Muddy— y todas esas baterías alargadas y las colocamos en el porche delantero junto a mi guitarra, mi pequeño micrófono, y él conectó su cable a través de la ventana y se puso manos a la obra.
Los discos eran láminas gruesas de cristal (los metales se reservaban para uso militar durante la Segunda Guerra Mundial) cubiertos por una capa de acetato negro, sobre las que un torno tallaba surcos que capturaban el sonido transmitido a través de los micrófonos. Esos discos tenían un diámetro de 16 pulgadas (40’6 cm); el diámetro de un LP es de 12 pulgadas (30’4 cm) y el de un 78 rpm es de 10 pulgadas (25’4 cm), por lo tanto Muddy no había visto nada parecido en los jukebox o en las tiendas. Su imponente tamaño subrayó la importancia del momento.
Brotó la camaradería y la desconfianza desapareció con un brindis. Con el whisky cálido en los estómagos de todos los presentes, comenzó la primera sesión de grabación de Muddy.
—Así que me puse a ello y toqué aquel Country Blues —dijo Muddy—. Cuando hizo sonar de nuevo la primera canción, sonaba exactamente como cualquier otro disco. No te imaginas cómo me sentí aquella tarde cuando escuché aquella voz que era mi propia voz. Pensé: “Caray, puedo cantar”. Más adelante me envió dos copias de la grabación y un cheque por veinte pavos, y yo me llevaba aquel disco y lo hacía sonar en el jukebox. Lo escuchaba y escuchaba y me decía: “Puedo hacerlo, puedo hacerlo”.

* * *

Más de medio siglo ha transcurrido desde aquel encuentro, y la geografía está perdiendo su importancia. Cada vez más las culturas de todo el mundo se asemejan entre sí. Hubo un tiempo en el que el delta del Mississippi era un lugar único. La pobreza mantuvo su cultura en cuarentena hasta mucho después de que la televisión y otros medios hubieran penetrado en lugares similares. Ahora sin embargo, una persona puede vivir en cualquier parte y crecer con el blues.
La casa de infancia de Muddy, donde Lomax realizó la grabación, todavía existe aunque no en el mismo lugar. Por aquel entonces estaba ubicada en la carretera estatal que discurre a lo largo del límite de Stovall Farms (como se conoce hoy a la antigua plantación). Yo crecí en Memphis, la capital del delta del Mississippi, y recuerdo haberme desviado conduciendo más de una vez para pasar junto a la cabaña de Muddy. En los ochenta un tornado arrancó su tejado y la familia Stovall, por razones de seguridad, eliminó las habitaciones que le habían sido añadidas con los años, quedando tan solo la estructura de tablones de ciprés de una sola habitación que había sido construida por tramperos en tiempos de la Guerra de Secesión. Los turistas comenzaron a llevarse astillas y pedazos de esos tablones como recuerdo. Debido a la acción combinada de los buscadores de tesoros, los insectos y los elementos meteorológicos la cabaña había comenzado a desintegrarse. A finales de los noventa, una cadena de clubes nocturnos, House of Blues, arrendó la estructura de los Stovall, la desmontó, transportó, limpió y trató la madera, instaló un museo en su interior y la exhibió en una gira. Se convirtió en itinerante como el músico de blues al que una vez acogió, aunque recaudando más dinero que él. En el curso de su vida Muddy llegó a ser emblema de muchas cosas, no solo genéricamente del blues, sino también de la migración en el siglo XX desde una cultura sureña y rural a otra norteña y urbana, de la evolución de la música acústica hacia la eléctrica y del reconocimiento de la cultura afroamericana en la sociedad estadounidense. Ahora su cabaña asumió un significado propio: la mercantilización del blues.
El blues, una música y cultura antes denigrada y rechazada por la sociedad blanca, se había convertido en un gran negocio. Algunas de las mayores empresas del mundo han recurrido a estrellas del blues o a su música para aumentar sus ventas. Músicos, pintores y artistas de todo tipo mencionan la influencia de esta música en sus obras. El blues es un arte exquisito, pero las condiciones en las que se originó eran penosas. Una verdad asumida sobre el blues que ha permanecido casi invariada a lo largo de las décadas es que todavía hoy es considerado una música enraizada en la pobreza.
Esa es quizá una de las razones por las que se ha dado un significado mítico a la cabaña mientras que la casa de Muddy en Chicago, el lugar donde vivió cuando realizó sus grabaciones más famosas y dignas de recuerdo, y cuando también hizo dinero, ha sido ignorada en la práctica. Cuando pensamos en el blues, solemos pensar en campos de algodón y en el calor del verano. Pero la razón por la que el blues ha conmovido a personas tan diferentes de culturas tan diversas, la razón por la que esta música continúa diciéndonos algo, es porque el blues no nos remite tanto a un lugar como a una circunstancia. Puede que House of Blues prefiera la imaginería de las chabolas del delta del Mississippi, pero la verdad es que en los Estados Unidos hay multitud de lugares miserables. La primera vez que vi la casa de Muddy en Chicago estaba vacía y en ruinas. Un grupo de hombres del barrio, de edades entre los quince y los ciento quince años, estaban sentados en el pórtico de la casa abandonada y sobre pedazos de sillas esparcidas por el patio frontal. Cada una de sus caras contaba un millón de historias.
Uno de los hombres era Charles Williams, un hijastro de Muddy que había crecido en aquella casa. Charles, quien durante casi toda su vida fue conocido como Bang Bang —“Bang Bang”, explicaba, “he might do anythang” — todavía vivía allí. No había electricidad ni agua corriente y las puertas y ventanas estaban cubiertas por tablones. Pese a ello, aquel era el lugar que Charles consideraba su casa cuando no hacía demasiado frío en el exterior. Le seguí caminando con dificultad a través de la vacía parcela contigua, pisando sobre cristales rotos y basura de un barrio en decadencia, hasta el patio trasero de Muddy.
—Éste es el aparcadero —dijo de pie bajo una estructura con un techo de escasa altura que, para cuando hice mi segunda visita, había sido arrancada por el viento y arrastrada lejos como si nunca hubiera existido.
Al igual que en la parte frontal, las ventanas y puertas de la parte trasera estaban cubiertas por tablones. Los aproximadamente cuatro escalones que deberían conducir al descansillo de la puerta trasera habían desaparecido. Charles trepó con facilidad. Yo le seguí, con menor elegancia y práctica, utilizando como apoyo el espacio entre ladrillos. Charles tiró de mí agarrándome por el hombro aun cuando no creí necesitar ayuda. Éramos hombres de puerta trasera*.
—Échate atrás —dijo, aunque había poco espacio para ello. Tiró de una esquina del tablero que cubría la entrada, se agachó y reptamos como insectos al caparazón interior de la casa de Muddy Waters.
Nuestros ojos se adaptaron a la tenue luz que se filtraba desde el exterior. Los armarios reposaban sobre las repisas de la cocina, vacíos. La despensa estaba abierta. Había un agujero en mitad del suelo de la cocina lo bastante grande para que una persona cayera dentro. Atravesamos la habitación, pisando con cuidado. Un recibidor se abría frente a nosotros, iluminado por los rayos de sol que llegaban atravesando las habitaciones a la izquierda y que caían sobre la pared derecha. El vacío parecía abarrotar aquel inmueble de una fuerte sensación de ausencia. Partículas de polvo se agitaban en el aire, como si alguien acabara de pasar.
Charles me llevó al dormitorio de Muddy, donde Muddy veía los partidos de los White Sox en televisión recostado en la cama. El papel pintado de la pared más alejada de la ventana conservaba aún un bonito tono amarillo. Tenía un dibujo parecido al de las encimeras de formica. No resultaba difícil imaginar una lámpara en un rincón, una mesita de noche, una cama. La sensación de vida y actividad era casi palpable. Fuimos a la habitación delantera, donde Memphis Slim y B. B. King y Leonard Chess y James Cotton se sentaban y rendían visita y bebían whisky y ginebra y cerveza. Donde la fotografía de Little Walter adornó la repisa de la chimenea durante casi dos décadas. Donde música y singles y discos eran discutidos y debatidos y respirados y creados. Ahora esta casa, como Charles, como muchas otras personas en la vida de Muddy, estaba a punto de desmoronarse y quedar reducida a polvo.
Resultaría fácil resaltar la ironía contenida en lo que se acepta y lo que se rechaza a la hora de ensamblar el mito de Muddy Waters y decir: “Esto es el blues”. Es fácil poner a Muddy en aquella cabaña, fácil trasladarlo junto a sus comienzos rurales por todo el mundo, una nítida costura en la colcha de retales americana, pintoresca y con los colores apropiados. Pero que sea fácil no significa que sea cierto. La pureza y simpleza del blues, su primitivismo, es un mito. El blues, como toda emoción, es complejo. El blues es el canto que alivia la aflicción, el sentirse bien al sentirse mal. Es una música nacida del dolor pero que inspira placer, un vehículo que nos lleva de la pena al consuelo. Muddy y sus fans eran conscientes de una patente contradicción en la última etapa de su vida, la de haberse enriquecido gracias a la música de los pobres. Disfrutaba del éxito desde hacía tiempo en Chicago cuando, en 1970, le preguntaron si le gustaría volver a Mississippi. Su respuesta fue tajante: “Yo quería salir de Mississippi de cualquier manera posible. ¿Volver? ¿Para qué quiero volver?” Aún así en su música lo hacía cada vez que tocaba, pues cada nota evocaba la pobreza y el sufrimiento en el delta del Mississippi. Todos los músicos a los que entrevisté me hablaron de lo poco que cambió la música de Muddy. Se mantuvo fiel al viejo y lento blues que había aprendido en Mississippi y que evocaba la vida y la tierra allá en el sur.
—El sonido de Mississippi, el sonido del delta está en mis primeras grabaciones —dijo Muddy, refiriéndose a su música—. Lo puedes oír en todas ellas.
En 1958 el bluesman de Mississippi estaba en Londres. Había grabado ya las canciones que marcarían su carrera, se encontraba asumiendo su papel de patriarca del rock and roll. Tras este viaje los Rolling Stones, que habían tomado el nombre de una de sus canciones, se formarían como grupo. Su primer número uno en Estados Unidos sería una revisión temática del primer éxito de Muddy, I Can’t Be Satisfied que evolucionaría hacia su (I Can’t Get No) Satisfaction.
Muddy se quedó atónito cuando se topó con aquellos británicos que hablaban un inglés que no sonaba en absoluto parecido al suyo. Se quedó atónito cuando los vio conducir por el lado equivocado. Pero la mayor sorpresa de todas fue que aquella gente lo conociera, a un granjero del delta del Mississippi. Estaba sentado en una bonita habitación de hotel y charlando con un periodista británico que había cubierto gran parte de su gira. Entablaron una buena relación y el periodista conocía la historia de Muddy, conocía su música, le había escuchado tocar en directo. Pero había una cosa que lo desconcertaba totalmente, y que sabía desconcertaba también a muchos otros fans del blues.
—¿Entonces cómo, —preguntó este periodista— cómo? ¿Cómo es que todavía tienes el blues?
La pregunta sorprendió a Muddy como el chasquido de una cuerda de guitarra al romperse. Buscó en su bolsillo y sacó un fajo de billetes, de aquel curioso dinero extranjero mezclado con billetes americanos de verdad, y lo sacudió sobre su cabeza una y otra vez, alardeando de él mientras respondía:
—No hay forma alguna de que pueda sentir el blues como antes lo hacía —dijo Muddy—. Cuando toco en Chicago estoy tocando un blues actualizado, no el blues con el que nací. La gente debería escuchar el blues puro, el blues que solíamos tener cuando no teníamos dinero.
¡Ay del músico de blues con éxito! O de aquellos que viven para disfrutarlo. Cuando tiene un poco de dinero en el banco, se cuestiona su autenticidad. El aficionado pide: “Muéstrame la pobreza”. Aun así, a veces mirar una cicatriz nos trae recuerdos de la herida. Quizá los grandes artistas no sean siempre aquellos todavía heridos, sino aquellos que recuerdan.
—He tenido el blues durante toda mi vida —dijo Muddy en otra ocasión—. Todavía lo transmito porque tengo buena memoria.
Muddy Waters, quien durante gran parte de su vida no tuvo que hacer ningún papeleo en absoluto, nació en una cultura que la sociedad blanca no consideraba digna de documentación. Algunos documentos existen, pero el muestrario de racismo, sexismo, clasismo y otros prejuicios varios eclipsaron por lo general el impulso de registrar la historia. Para cuando los medios de comunicación comenzaron a documentar su vida en profundidad, la primera etapa de su carrera musical había acabado (al igual que su época de granjero), y disfrutaba de popularidad renovada entre una nueva audiencia, una audiencia blanca. Su relación con los blancos se había forjado en Mississippi. Era un hombre adulto —30 años— cuando se fue de allí. Le habían enseñado a responder “síseñó” y “noseñó” cuando se le preguntaba, a decir al hombre blanco lo que él creía que el hombre blanco quería escuchar. (Además de ser un hombre iletrado procedente de una cultura oral, Muddy era por lo general reservado. Uno de sus aforismos favoritos era: “Si hay algo que no quieres que los demás sepan, guárdatelo en el bolsillo”). Los trabajos de campo de Lomax antes de la Segunda Guerra Mundial estaban lastrados de todo el paternalismo inherente a aquellos tiempos. En algunos aspectos, aquel paternalismo existe todavía. Las culturas chocan, y en ese choque nada permanece invariado. El explorador es un factor en el proceso, la cultura observada conlleva la contaminación inherente a ser vista con ojos ajenos. Un escritor diferente que hubiera entrevistado a los mismos músicos, amantes, familiares y socios mercantiles de Muddy probablemente habría obtenido de cada entrevista resultados diferentes.
Biografía es el proceso de fijar lo mudable. Emprender la elaboración de una requiere aceptar algo paradójico: se pide al escritor que recree la piel y el alma de una persona, pero no habitarlas. Cuando estuve en la ruinosa casa de Muddy en Chicago junto a su hijastro, escuché al hombre que todavía la ocupaba, vi dónde crecían los fantasmas, sentí el pulso del pasado latiendo todavía. En mi última visita, la casa había sido desnudada por reformadores, los muros reducidos a tablillas, los vestigios del anterior ocupante destrozados y tirados a la basura. Era la bisnieta de Muddy, quien había adquirido recientemente la propiedad, la que había encargado la reforma. Su espíritu continuará vivo en las historias que ella cuenta.
Muddy Waters configuró nuestra cultura: su canción Rollin’ Stone inspiró el nombre de una banda y de una revista. Cuando Bob Dylan migró del folk acústico al rock and roll, contrató a músicos blancos que habían aprendido de Muddy en Chicago. Canciones que Muddy escribió o hizo famosas se han convertido en éxitos mayoritarios cuando las interpretaron Led Zeppelin, Jimi Hendrix, Eric Clapton y muchos otros. Estos músicos encontraron en las canciones de Muddy, y así lo transmitieron a otros, sinceridad sobre el dolor. Y ello es algo que todo el mundo entiende. Everybody hurts, sometimes.






(*) “Back door man” es un término del blues que describe al amante desconocido que abandona la casa por la puerta trasera antes de que el “hombre de puerta delantera” de una mujer llegue a casa.

sábado, 23 de junio de 2007

Gafapastaman and the Supreme - Hogueras



Hola a todos!


En esta resacosa mañana fogueril.... Aquí teneis momentazo plasmado en polaroid gracias a la fantastica colaboración de nuestras amigas las azafatas de Ballantines ( y su falta de olfato para diferenciar su marca de cualquier otra...), bueno que me disperso... Momentazo de Gafapastman y toda la troupe en un momento de euforia colectiva provocada por el efecto maligno de los sombreros de paja....

A la llum de les fogueres....!!!

miércoles, 20 de junio de 2007